Me divierte leer los comentarios que se publican en redes sociales a raíz de alguna publicación. Aunque a veces es un ejercicio de alto riesgo leer los odios que se sueltan en cualquiera de los temas que se debaten. Esto es lo que me ha quedado claro con uno de esos interminables hilos que he leído sobre Arde Bogotá: o los amas incondicionalmente o los odias a muerte. Es decir, parece que a la gente le encantan los extremos y que no conocen los grises o los puntos intermedios de la vida.
He leído que están sobrevalorados, que no aportan nada nuevo, que todo suena igual; que van a ser los próximos cabeza de cartel de todos los festivales patrios, que son la nueva esperanza del Rock, que beben del sonido Stoner y de Arctic Monkeys… No sé si coparán los Line-Up de los festivales. Si tuviera que apostar diría que sí, que alcanzarán esa posición. Les avala para ello el apoyo de los fans que han agotado tres Rivieras en cuatro horas, que eso no lo hace cualquiera.
Lo cierto es que Arde Bogotá nunca se han colado en mis listas de reproducción y tampoco engordan los pocos huecos que quedan en mis kallax de Ikea, pero después de todo el revuelo con la banda, la curiosidad se ha apoderado de mí y me he sentido en la obligación de escucharlos. Sin prejuicios. Así que, el pasado viernes, después de terminar las obligaciones semanales, escuché sus dos discos La Noche (2021) y Cowboys de la A3 (2023). Los pude saborear durante el fin de semana, con ojo clínico y hoy, algo más de una semana después de darle al play, aquí está mi veredicto. Aunque, más que una crítica sobre Arde Bogotá lo que vais a leer a continuación es una reflexión sobre la hipocresía en el mundo independiente. Esa hipocresía que dicta que un grupo es genial cuando no los conocen ni en su casa y que son una puta mierda y unos vendidos en cuanto empiezan a tener un poco de éxito. O dicho de otro modo: «yo los vi primero y ahora que te gustan a ti a mí me parecen una puta mierda».
Esa premisa es de Primero de Indie.
Es decir, la excusa del artículo ha sido Arde Bogotá, pero, en realidad, ese odio generalizado que se tiene al éxito de una banda lo han sufrido otros, como Viva Suecia por ejemplo. Sus paisanos. Es decir, puedes borrar «Arde Bogotá» e insertar el nombre de tu grupo Indie favorito si lo prefieres. El artículo seguiría siendo el mismo. Igual que las críticas, odios y alabanza hacia esa nueva banda «insertada» ; como si cortasen y pegasen sus opiniones en los comentarios de las redes sociales que todos conocemos.
Después de escuchar a la banda no voy a decir que me gusten. Tampoco que me molesten o que vaya a ser yo una más de aquellos que derrochan odio sobre el grupo. Aunque, la pura realidad es que no los voy a escuchar más. El tiempo de una persona es limitado —más quisiéramos todos que fuese ilimitado, ¿eh?—, yo prefiero gastar mi tiempo escuchando otro tipo de música. O como se diría en márketing: yo no soy el target objetivo de la banda. Pero que yo no sea el target, y que lo asuma, no me da el derecho a criticar por criticar. Que aquí eso parece el deporte nacional y no el fútbol. Desde luego que eso no quiere decir que no se me cruce alguna canción y pueda escucharla, tararearla o que se me grabe la letra a fuego.
Lo que realmente creo que pasa con Arde Bogotá (hoy son ellos, ayer fueron Viva Suecia y mañana serán otros) es que en España cada individuo se carga de razón: «lo que YO escucho es arte y lo que TÚ escuchas es una puta mierda». Nos encanta quedar por encima del otro y despreciar todo aquello que no sea lo que nos guste y sacie nuestro propio ombligo. Pues bien, como decía, yo no voy a gastar mi tiempo escuchando a Arde Bogotá. No porque no me gusten, o no me parezcan buenos, o que yo tenga razón y tú no. Sino que no los voy a escuchar porque yo no me voy a convertir en fan; aquello del target que decía antes. Musicalmente hablando, estoy en otro momento vital. Ni mejor ni peor que el momento vital de Arde Bogotá o el de todos sus fans, simplemente diferente. Si el grupo me hubiera pillado hace quince años, quizá haría cola durante horas para estar en primera fila en todos y cada uno de sus conciertos. Pero ahora no. Eso no quita que el grupo lo esté petando.
Como decía, estuve escuchando a Arde Bogotá durante el fin de semana pasado, con ese ojo clínico que debe tener un periodista musical. Empecé con Cowboys de la A3 y quizá ese fue mi error, ya que de La Noche no me trascendió ninguna canción. Creo que con el segundo disco han dado un paso hacia adelante. Los Perros es la primera que escucho, y puedo entender que a la gente le gusten. Es una canción directa y que engancha desde el inicio, con la voz personal de Antonio García. Aunque algunos digan que es impostada. En ciertos puntos me recuerda a Carlos Escobedo, cantante de Sôber, sobre todo en la pronunciación de las erres. También me ha gustado de Arde Bogotá los bajos marcados y potentes —en esta casa siempre hemos sido muy Post Punk—; aunque lo del sonido Stoner y lo de Arctic Monkeys no sé de dónde lo habéis sacado.
Es cierto que muchas de las canciones tienen juegos de palabras fáciles y eso es lo que hace que la gente cante en los directos. Pero, también os digo una cosa: aunque sean premisas fáciles, hay que saberlas escribir. Veneno quizá es la que más me ha llamado la atención, aunque no he entendido muy bien lo de la fanta de limón. También me ha gustado La Salvación, y Escorpio y Sagitario. Desde luego no es el mejor disco de la historia, pero tampoco es un suspenso, como en alguna crítica que se ha publicado. Pero es que el mundo del Indie es muy malo. He leído comentarios que dicen que todas las canciones son iguales y que no aportan nada nuevo. ¿Y qué? Interpol es uno de mis grupos favoritos y llevan haciendo el mismo concierto —y las mismas canciones— desde que publicaron Turn on the Bright Lights. Sin embargo son alabados por propios y ajenos del Indie. Dejemos de ser hipócritas, por favor.
He leído que son carne de cañón para festivales. El argumento para esto es que, parece ser, que hay grupos que quieren sonar «festivaleros». Quizá sea cierto; todavía tengo que dilucidar si estoy a favor o en contra de ese argumento, pero, de momento, no veo qué hay de malo en ello. No veo nada malo porque la gente que va a festivales quiere divertirse y cantar hasta perder la voz. Aunque esta crítica creo que también va en el sentido de que los mismos grupos siempre van a los mismos festivales y que los carteles de cada uno de ellos parecen intercambiables. Sobre esto tengo dos posturas: la primera es que los Indies también nos hacemos mayores —lo del punto vital que decía al inicio—, y en realidad disfrutamos más en una sala que en la Ciudad del Rock. También que vivimos los festivales de forma diferente a cómo los vivíamos hace quince años: antes te daba igual que el cabeza de cartel empezase casi a las tres de la mañana. Ahora, que peinas canas y con incipientes arrugas, mandarías a tomar por culo al cabeza de cartel para volver a casa antes de que cierre el metro. En cuanto a los grupos sí, los mismos grupos van a los mismos festivales. Creo que antes también ocurría, pero ahora, quince años después, los Indies estamos de vuelta de casi todo y pocos grupos quedan que no hayamos visto en directo. Y por eso al Indie le molesta que se repitan los grupos. Pero el problema está en que esos Indies no se dan cuenta de que ellos mismos fueron quienes pusieron en lo más alto a esos grupos de los que ahora se quejan por vendidos y por copar todos los festivales. En España tenemos ese problema: alzamos a la estratosfera a un grupo emergente y, cuando llegan a lo más alto, le damos de hostias.
Quizá les escuece que Arde Bogotá haya llegado a la gente —no olvidemos lo de agotar tres noches en Riviera en menos de cuatro horas—. Nos olvidamos también de que a veces la gente solo quiere disfrutar y cantar hasta desgañitarse canciones que reconocen, con las que se pueden identificar. Y bailan, brincan y se olvidan durante hora y media de los problemas que puedan tener en su vida. ¿Qué hay de malo en eso? Lo que hay de malo es de nuevo el egocentrismo del Indie: que a toda esa gente le gustan sus canciones y a ti no. Entonces el Indie se llena de rabia, agarra una red social y critica, como si fuese un periodista musical experimentado y poseedor de la verdad absoluta. Pero no es crítica, es opinión. Que a veces no se saben diferenciar.
Y ahora, hablando sobre los que sí tenemos el título de Periodismo, creo que en la crítica musical nos tenemos que dejar de amiguismos y de razonitismos. A veces da pena leer críticas de discos porque todo son obras de arte, el mejor disco del año parece que se publica cada semana. En realidad no hay crítica en el periodismo musical, y es una pena. Está tan lleno de nuestro propio ego musical y nuestro ombligo como de amiguismos, como decía antes. Parece que da miedo decir la verdad sobre un festival o sobre un disco, no vayamos a cabrear a alguien y dejemos de recibir invitaciones o qué sé yo. Un crítico musical se debería limitar a describir lo que escucha, la evolución de las canciones, del sonido de la banda… y olvidarse de su yo personal. En teoría, en la carrera de Periodismo nos enseñan lo que es la imparcialidad; o por lo menos nos hablan de ella. Quizá solo sea una utopía.
¿Conclusión? que cada uno escuche lo que le venga en gana y al que no le guste, que no mire.