Esta no va a ser una crítica erudita, ni mucho menos. Lo siento, pero no sé quién es el director ni lo que había hecho antes. Tampoco sé quiénes son ninguno de los actores. Buscando información en la red sí, desde luego que puedo ubicarlos a todos, pero lo que me interesa de Perfect Days no es su director. Tampoco que esté nominada a Mejor Película Internacional en los Oscars o que en Cannes se haya agenciado con la estatuilla a Mejor Actor. Tampoco va sobre música, aunque quizá hable largo y tendido de su banda sonora; a la altura de la de Lost In Translation, quizá superándola.
Esta crítica, al igual que la película, va sobre lo pequeño. Sobre lo nimio que pasa desapercibido cada día ante nuestros ojos. Trata de la belleza de lo cotidiano. Perfect Days es de esas películas en las que no pasa nada, pero que en realidad te remueven por dentro y hacen que salgas del cine incómodo, planteándote preguntas que te invitan a replantear el cómo estás viviendo tu propia vida. ¿Un cine con mensaje?
Hay muchas cosas que me han gustado de la película, además de esa banda sonora que mencioné antes. He empatizado con ese amor a lo analógico. Hasta el propio formato de la película lo es: tras los trailers la pantalla de cine se empequeñece hasta los 4:3 que teníamos profundamente olvidados. ¿Es una moda? Puede que sí o puede que no, desde luego que no estorba para disfrutar la historia. Una vez que te metes dentro de la película te olvidas del formato.
El día empieza y con él una nueva rutina para Hirayama, el protagonista indiscutible de la película. Cada día parece igual que el anterior, con mínimos cambios que se van acentuando a medida que el metraje avanza. Hirayama tiene la rutina que todos tenemos: levantarse, acicalarse frente al espejo, café y largarse hacia el trabajo. Con música, siempre con música. Una de las primeras canciones que suenan en la película es Pale Blue Eyes, de unos The Velvet Underground delicados aunque, en realidad, todas sus canciones eran delicadas. Pero esta es de esas canciones que escucharías una y mil veces sin cansarte porque te lleva a la calma. De esas que necesitas volver a escuchar para recuperar una estabilidad que crees rota.
Pocas palabras son las que componen este guion. Que esto sea así tiene un sentido abrumador: Perfect Days es una película de autoconocimiento y de soledad. No de esa soledad que nos duele, sino de la autoimpuesta, de la que disfrutamos. Y es que, cuando estamos con nosotros mismos, estamos en silencio. Sumidos en nuestras cosas, como el placer de disfrutar de la naturaleza o de las pequeñas cosas que nos hacen sonreír cada día, aunque sea por cosas nimias que nadie más repare en ellas.
El silencio es esa sensación que hemos perdido totalmente en esta sociedad acelerada en la que vivimos. Parar significa empezar a pensar, y no siempre queremos eso. Es mejor ahogar nuestra voz interior en ruido, planes, redes sociales, vicios; planes de nuevo, planes y más planes. Parece que nuestro objetivo en la vida es el hedonismo de no caer en el aburrimiento, aunque eso se lleve por delante la calma de estar en silencio y conocerse por dentro.
Las pequeñas manías de Hirayama son las que te dan paz interior, como el gran gozo de leer un buen libro antes de dormir. ¿En esta vida acelerada quién tiene tiempo como para leer y disfrutar de esa quietud? Me da envidia Hirayama. Puede que su trabajo sea un trabajo de mierda, pero lo desempeña con esmero, casi disfrutándolo. En realidad él es como nosotros, ya que nosotros también tenemos un trabajo de mierda que hacemos con esmero.
Lo que hace Hirayama no es conformarse, ni mucho menos. Es sonreirle de frente a la vida y darle las gracias por regalarnos un nuevo día. Aunque sea monótono e igual a todos los demás. Pero es que el mismo hecho de respirar es tan monótono y mecánico a la vez, que, paradójicamente, cada nueva respiración es rabiosamente diferente a todas las anteriores. La rutina es bella, nos da la calma y la paz tan necesaria en estos días de no parar e ir en un piloto automático que no nos deja reparar en las cosas más pequeñas del día a día. En esas nimiedades que decía antes y que son la sal de la vida.
La música es una parte esencial de la película. The Animals, La Velvet, The Kinks, Patti Smith… Muchas son las canciones que componen esta genial banda sonora. Además encajan en la historia a la perfección. Tal es el engranaje que no sé si la película surgió primero y las canciones se acoplaron al final o que Win Wenders primero seleccionó cuidadosamente las canciones y la película vino después. Desde luego yo me inclino por esta última opción. Pero lo más importante no son las canciones, sino la forma de entender la música. Hirayama colecciona cintas de cassette. No es que este formato sea santo de mi devoción, pero reconozco el ritual porque yo me crié con cassette y los rebobinaba con un boli bic.
Ahora, con las nuevas tecnologías, se ha perdido esa parafernalia. El compañero de trabajo de Hirayama quiere venderlas porque los cassettes están de moda y se sacarían una pasta. Pero muy mal tengo que vérmelas en la vida como para vender mi colección de música. Quizá soy de otra época, al igual que el protagonista, y tengo demasiado apego a mis cosas. No son solo cosas, esos trozos de plástico están vinculados a momentos exactos de mi vida.
¿La enseñanza más grande que me ha dado Perfect Days? Que cada mañana, al salir de casa, hay que mirar al cielo para dar las gracias por un nuevo día, un nuevo Perfect Day.